Calliope

Andrew era un octogenario aparentemente jovial. Sus manos habían estado haciendo durante toda su vida lo que siempre habían soñado. Era un dibujante aclamado, una leyenda viva de la evolución del trazo.

Siete décadas del turbulento siglo XX habían pasado por sus negros ojos. 

Las guerras eran narradas y él las dibujaba.

El éxito obtenido siempre fue más del esperado. Pero a pesar de tener fama en cantidades industriales, la frustración de no haber conseguido dibujar a “la voz” le consumía hasta el desgaste.

Su padre siempre le contó la historia de una musa sin nombre que robaba el corazón de los hombres al hablar. Su voz era un ferry directo al Edén, el soul de la raza negra haciendo volteretas en sus cuerdas vocales. Era una diosa de pelo largo y labios rojo corazón. No tenía nombre, pero en la Inglaterra de los Felices años veinte era conocida como Calliope: la voz seductora, el gorrión de ébano.

Era la armonía perfecta para los cinco sentidos, aunque nadie pudo disfrutarla así. Era inquebrantable. Una mujer muralla.

Un día desapareció como las grandes divas, rompiendo corazones y dejando tatuado su olor en las calles londinenses.

Andrew llevaba toda la vida intentado revivir la imagen de esa fémina devora hombres, pero el resultado nunca daba la talla.

Un mañana después de dos noches sin dormir, Andrew rompió las cadenas del tiempo e hizo resurgir de las cenizas del olvido a esa voz que conquistó Inglaterra trayendo el jazz en los tacones.

El papel quedó sobre la mesa y empezó a susurrar: Calliope, ha vuelto.

(por cierto, no sé si os habréis dado cuenta, pero desde hace más de una semana ¡tengo dominio propio! y por cortesía de mi padre. Ahora podéis acceder al blog directamente desde: www.laspalabrascaendepie.com)