He aprendido que la frialdad de una
ciudad no está precisamente en los termómetros. Está en los muros
que hay entre la gente.
Por aquí no existen los
“descúbreme
despacito y con mimo, pero por favor, descúbreme”
por aquí se va con armadura y miradas
letales que avisan
“no te acerques”
Que el invierno no es eterno por
naturaleza pero la gente lo siente inmortal y así sucede, una
escarcha perenne.
Quizás siento frío de más porque he
pasado demasiado tiempo quemando momentos con pirómanos de
experiencias expertos en hacer que nos amanezca. Quizás también
porque echo de menos mi coche, pero de ese ya te hablé. O porque
estoy hecha de desierto, de arena movediza que no sabe estar quieta y
absorbe los momentos para hacerlos parte del oasis.
Desorientarse es que de repente no haya
camino bueno o malo porque simplemente ya no hay más camino a
seguir. Tener todas las posibilidades pero no saber por donde
empezar, o si quieres empezar. Conectar en stand by con el mundo.
Apretar el interruptor a medias y que la luz parpadee. Querer pisar
el acelerador y embrague a la vez. Sobrevivir un viaje con 4% de
batería. Comenzar a subir el monte sin linterna. Quedarte pillado en
la aduana a propósito.
Estoy desorientada, sí, pero sé dónde
estoy. Estoy en el centro de un montón de cosas que tengo lejos. De
un montón de personas a las que les pondría una orden de
acercamiento “Prohibido estar a más de una ciudad de distancia”. Pero bueno, yo es que por mucho que me mueva siempre estoy lejos de lo que quiero.
Madrid va a matarme y, a veces, me
dejo.
Se me está apagando el fuego y me
quedan muy pocas ideas para reavivarlo.
También puede que se me estén
olvidando.
Por aquí sois todo muros de Berlin y
yo estoy demasiado cansada para otra guerra.
Estoy cansada de esperar a sentirme de
algún lugar, de llegar a un sitio y comenzar a mirar casas con
vistas bonitas en otro.
Madrid, yo no te voy a querer pero
tampoco te hace falta. Tienes conquistado a medio mundo, todo un
catálogo de amores platónicos sobre ti, a veinteañeras con
complejo rockstar deseando tomar cerveza por la Latina, a poetas
recitándote por Malasaña y escribiendo sobre lo bonito que te
quedan las faldas de las chicas, a quinceañeras saltando en tus
conciertos del Palacio de los Deportes, a fotógrafos que dejan la
cámara a un lado para mirarte directamente la vida de Gran Vía, a
media juventud creyendo en ti como refugio.
Madrid, yo no te voy a querer nunca,
pero tampoco te hace falta. Solo te pido que no me asfixies, que nos
reconciliemos y ambas nos dejemos respirar.