La primera noche que nos encontramos saltaban chispas entre nosotros dos y yo qué podía hacer si no era dejarme prender. La verdad, no debía estar muy cuerda cuando me dejé caer en tus garras, pero es que los rugidos al oído inducen a locuras. Después de eso, planeamos sin palabras, no volvernos a ver. Pero los planes se rompieron y ahora estamos aquí, desayunándonos y hablando por primera vez de futuro, o algo parecido. Me calla diciéndome que le dan igual los tiempos, que lo único que quiere es el presente que le estoy dando y sinceramente, yo también. ¿Para qué complicarnos? ¿Para qué acelerar el ritmo a este rock lento si a este compás estamos bien?
Anoche llegué sin avisar, como siempre, y como nunca, nos hicimos el amor poco a poco. Ahí fue cuando algo cambió. Habíamos dejado de golpear las paredes con la parte más salvaje que teníamos, con esos leones que nos gustaba ser juntos y vaya, que bonito fue pausar el mundo para nosotros y pasar de encontrarnos a querernos encontrar.
Acabamos agotados pero más por el esfuerzo emocional que por otra cosa y el sol salió al cabo de unas horas.
Cuando me desperté todo estaba en calma, no notaba las prisas y tampoco tuve ganas de huir como otras tantas veces.
Él despertó con suaves rugidos y se acercó con sus aires de León. A mi se me escapó el primer "te quiero" y él me miró sonriendo con los ojos, diciéndome: déjame fotografiarte, que nunca tuve al sol tan cerca.
Y me fotografió sin saber que a la vez, fotografió el instante en el que nos volvimos tremendamente locos el uno por el otro.